El Viejo y el Bosque Perdido
Don Julián, de 76 años, vivía en un pequeño pueblo rodeado por lo que alguna vez fue un bosque exuberante. Durante su juventud, había trabajado talando árboles para las madereras. Con cada árbol que caía, veía billetes para alimentar a su familia, sin pensar en las consecuencias.
“Los bosques son infinitos,” solía decir, mientras encendía su cigarro al final de una jornada. Pero con los años, el verde que rodeaba al pueblo se convirtió en un páramo seco. Los ríos se redujeron a hilos de agua, y las aves que cantaban al amanecer dejaron de visitarlos.
Una tarde, mientras fumaba en su vieja silla de madera, un grupo de niños pasó corriendo. Uno de ellos, su nieto Samuel, le mostró un dibujo que había hecho en la escuela: un oso de anteojos, un animal que Julián recordaba haber visto en su juventud. “¿De verdad vivían aquí, abuelo?” preguntó Samuel.
El corazón de Julián se encogió. “Sí, hijo… Vivían aquí, pero nosotros no los cuidamos,” respondió, apagando su cigarro en un gesto que parecía cerrar un capítulo de su vida. Esa noche, no pudo dormir, atormentado por las imágenes de lo que había destruido con sus propias manos.
Al día siguiente, Julián tomó una decisión. Se unió a un grupo local que trabajaba en la restauración del bosque. Ayudaba a plantar árboles, guiaba a los jóvenes en tareas de conservación y les contaba historias de cómo era el bosque antes.
Con los años, el verde comenzó a regresar. Aunque Julián sabía que no viviría para ver el bosque como lo recordaba, encontraba consuelo en escuchar nuevamente el canto de los pájaros y en la esperanza que los ojos de Samuel reflejaban. Esa esperanza era más fuerte que cualquier humo que él hubiera exhalado.
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